Me cansé de pamplinas. De prejuicios y tabúes. De complejos. Un buen día me sorprendí repentinamente harto de pasarme la vida comprobando en la forma más pasiva del mundo los incalculables estragos que ocasionan las medias palabras y todo eso tan dañino que no hace sino impedir la recuperación, como harto me vi de asistir a unas vidas de infierno, empezando por la mía propia. Pues es una evidencia que el problema del alcoholismo nos rodea, bastando echar una ojeada en torno para comprobarlo en ámbitos no muy lejanos, sin distinción de clases sociales ni edades ni sexos ni nacionalidades ni niveles intelectuales. Pensando que mi experiencia podía ser de gran ayuda aun por la insospechada vía de dar la cara, decidí pasar a la acción.
Sabido es que uno de los factores que más retrasan la ‘curación’ de cualquier adicción es la dificultad en reconocerla en uno mismo, lo que a su vez viene determinado por la dificultad de que lo admita el entorno que rodea al adicto, pues igualmente sabido es que la misma sociedad que fomenta el consumo del alcohol es la que luego aparta, discrimina, ‘excomulga’ a quienes han caído en sus redes, teniéndolos por verdaderos apestados o, en el mejor de los casos, monigotes sin voluntad. Aprovechando que escribir era mi oficio, quise entonces poner por escrito una serie de vivencias propias y ajenas que viniesen a repartir algo de la luz que yo había llegado a ver al cabo de los años de infierno.
Una parte del factor de haber visto dicha luz consistió en darme cuenta, plena cuenta, lo que se dice tomar conciencia, de que el alcohol es una droga. Esto, que parece una evidencia según se mire, según se mire no lo es, debido a la mencionada resistencia social a admitirlo. Sabíamos que el alcohol es una droga, pero lo sabíamos en el extrarradio del cerebro y no en su núcleo ni en el corazón, que es donde las cosas se hacen ser. De modo que si el alcohol es una droga, lo menos que te puede pasar si coqueteas con una droga, es que te dé problemas.
A partir de aquí, me propuse algo, y me lo propuse con la misma fuerza con que en su día me quise liberar del alcohol o de otras ataduras, verbigracia afectivas, con el único motor en funcionamiento de mi deseo inquebrantable de ser libre. Me propuse pulverizar el tabú. Comprendí que para ello contaba con un material de valor de valor incalculable, el montón de diarios manuscritos que había ido acumulando durante mis diferentes internamientos en centros de desintoxicación, deshabituación o rehabilitación de alcohólicos.
Primero dejé a los manuscritos dormir el sueño de los justos, después me puse a idear fórmulas de hacerlos presentables al público, más tarde intenté darles salida como aburrido y enésimo ensayo sobre alcoholismo, así pasaron quince venturosos años... Hasta que por fin vi otra luz: ¿por qué no dejarlos simplemente siendo lo que ya eran, es decir lo que siempre fueron, es decir unos diarios ricos en datos y reflexiones y cosas de interés acerca de la vida diaria en un centro de esas características? Por respetar lo que ya había, hasta decidí mantener en el libro los dibujos que, según vieja costumbre siempre que escribo de lo que sea, salpicaron mis cuadernos a medida que los llenaba de párrafos.
La única concesión que hice a lo novelado fue el refundir todos los diarios en uno solo, presentándolo como si fuese el producto de un solo internamiento, de forma que el lector no se sintiese despistado por una innecesaria acumulación de información que inevitablemente produciría el efecto contrario al deseado. De entre todos los centros en los que estuve, elegí como escenario el que más entrañable me parecía y que, por cierto, cuenta con el nombre nada casual de Hogar Renacer, y allí situé la acción de la vida y milagro de treinta hombres de entre 18 y 80 años sin otro lugar en el mundo que ese sitio.
La siguiente fase del escrito fue la del clásico Via Crucis, rodando por editoriales españolas y de América Latina, algunas de ellas de renombre, de las que obtuve informes favorables pero sin compromisos de edición. Fue la malagueña Edinexus, con José María Sánchez-Robles a la cabeza, quien definitivamente apostara por él.
En cuanto a la firma, debo decir que lo dudé, pero lo dudé cinco minutos, y no por mí. El único elemento de titubeo era la figura de mi padre, que se llama exactamente igual que yo de nombre y primer apellido. Tampoco él lo dudó: cuando con suma delicadeza le planteé que pensaba hacer públicos mis diarios bajo mi nombre real, dejó caer el periódico que estaba leyendo, y, mirándome por encima de las gafas, no tardó ni cinco segundos en pensarse la respuesta: ‘pero, hijo, mío, ¿tú qué te has creído?’, me dijo, y ‘yo soy muchísimo mas libre que todo eso’, añadió. Tampoco tardé mucho en levantarme de la butaca y darle un abrazo.
Puedo decir con la boca llena que lo mejor que tiene es el título, y si lo puedo decir sin temor a presunción es porque no es mío. Nadie sospeche plagio. Quiero decir que sencillamente viene avalado por toda la categoría y la autoridad que le confiere el milenario refranero español, pues de él está rescatado, como primera parte de un conocido refrán. De modo que se abre el libro, se va uno a la página 3, donde puede leerse:
‘Vino torcido, vinagre se hizo’,
y debajo
‘diario de un interno en centro de rehabilitación’,
y dos páginas más adelanta, el arranque:
Anoche trajeron a uno a las tres de la mañana, y digo yo que serían las tres porque todavía no se había acostado Castro. Como siempre, primero te despiertan los portazos de la cancela, después los pasos arrastrando un cuerpo por el pasillo, entrar en el dormitorio, acostarlo, atarlo. Todavía no le he visto la cara, pero sé que el recién llegado ha pasado la noche más tranquilo de lo corriente porque al parecer la mayoría siguen dando patadas y despertando al personal. La gente sale a sus puertas, se caen los crucifijos del pasillo, se tumban sillas y taquillas. En cambio el de anoche sólo ha roncado como si tuviese apnea, lo que tampoco nos ha dejado pegar ojo.
Con la publicación de este libro no sólo aniquilaba viejos fantasmas en lo personal. También daba cumplimiento, en lo literario, al igualmente viejo propósito de publicar a condición de que la cosa tenga sentido. Hacía años que me había propuesto no mover un solo dedo para poner en el mercado más de lo mismo, lo que se dice publicar por publicar al estilo de la cultura de masas y de tan fácil resultado cuando uno se puede costear su propia edición. Desde muy joven tuve claro que si me ponía por meta en mi vida publicar, a lo mejor me convertía en un excelente publicador, pero nunca en un escritor. Desde ese momento mi meta fue hacerme un escritor que haría públicas sus obras, sí, pero obras que tuviesen un sentido y cuanto más hondo y más amplio y más sólido, mejor.
Con enorme satisfacción comprobé que ese era el caso de mi libro, pues se trataba de un producto literario verdaderamente singular, por tres razones:
1.- Por lo que cuenta: se trata de testimonio en primera persona, una historia completamente real acerca de un problema de primer orden y desgraciadamente eterno.
2:- Por cómo se cuenta: en una inmejorable combinación de buena técnica y buen corazón, con ironía y hasta sentido del humor, es decir sin un átomo de drama. Pronto comprendí mientras la elaboraba, que una historia tan truculenta sólo tendría pase o resultaría digerible al lector si se presentaba con esa distancia que da lo relativo y la objetividad propias de la novela realista.
3.- Por quién lo cuenta: no un médico especialista, ni un pariente, ni un cónyuge, sino un afectado, es decir un alcohólico, y no con seudónimo sino un periodista y escritor con su nombre de pila y sus dos apellidos.
En virtud de todo lo cual entendí que dicho producto podría ayudar a los demás, y mucho, aunque sólo fuese por la vía del aquí estoy yo para decir que no pasa nada por ser alcohólico, pero nada de nada, y a vivir que son tres días. De modo que, eso, que aquí estoy yo pa lo que haga falta:
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