He recibido alguna que otra amorosa crítica acerca de lo presuntuoso en el tono de algunas de estas líneas, a lo que en mi descargo diré, sin estar del todo en desacuerdo, que responde a una premeditada intención de otorgarles un cariz indudablemente festivo. Festivo, para celebrar, por un lado, el fin de los infiernos, y por otro para compensarlos. Para compensar sufrimiento, para celebrar su fin. De todos modos, si es preciso suavizaré a partir de ahora todo aquello que pueda sonar a vanidad. Y si digo a partir de ahora, ello se debe a lo complicado que me resulta la técnica labor de deshacer lo escrito hasta ahora en el presente blog, para cuya realización he contado con la inestimable ayuda de mi amigo Manolo, a quien alguien muy querido llama mi escudero, pero que desde luego es mucho más que eso.
Otra cosa que me han hecho ver: que soy demasiado claro con el lenguaje, a lo que esta vez digo que también es pretendido porque ni tengo ni quiero tener nada de políticamente correcto, ni falta que me hace, y por eso llamo putas a las prostitutas y negros a los ‘de color’, y no sólo, en este último caso, para que alguien me pregunte a renglón seguido que ‘de qué color’. En general, pues, y como no podía ser de otro modo hablando de lo que hablamos, llamo al pan, pan, y al vino, vino.
En esta línea de eliminar prejuicios y tabúes altamente dañinos, puedo aclarar que es que me fumo un puro cada vez que digo que soy alcohólico, sobre todo porque parto de la base de que de enfermo no tengo nada. Cada vez que digo que soy alcohólico lo digo con la misma naturalidad, espontaneidad, frialdad y tranquilidad que si digo que tengo el pelo cano, y aun así, miento: me jode mucho más decir que tengo el pelo blanco, y no sólo por la supuesta evidencia de que la canicie sea delatora de la edad. También ocurre por a evidencia de lo mucho que me gustan los efectos positivos que se derivan de ir necesariamente rompiendo esquemas innecesarios con el objetivo de ir abriendo molleras.
Otro día hablaremos del libro Vino Torcido como producto literario, y, con tal motivo, del proceso de escribir, en una serie de artículos que podríamos titular Literatura y Vida. -Y qué decir del proceso de escribir... Es en este apartado donde quiero empezar diciendo que Vino Torcido no es un libro de autoayuda, al contrario de como muchos medios de comunicación lo han llamado y por tanto muchas personas han creído antes de leerlo. Una cosa es que, de manera secundaria, tenga el efecto de ayudar por razones que hasta ahora aquí se han barajado, y otra el que se trata de un producto puramente literario con todos sus elementos.
Nunca pensé, claro, que lo iría a pasar tan bien a cuenta de haberlo pasado tan mal.
Volviendo al ‘menú principal’, y pasando a la copita, el lema sería: tome usted lo que quiera, que para eso es un ser libre, pero sepa usted lo que toma y aténgase a las consecuencias. En definitiva, sepa usted lo que hace.
A vueltas con el concepto de enfermedad:
Enfermedad (enfermo: del latín in firmus: no firme, débil, etc) es, por obvia definición, el estado contrario a salud, siendo salud el estado de bienestar físico, psíquico y social. De modo que si hay algo que encaja de lleno en esta definición de falta de salud, alcanzando a esos tres niveles juntos, es el alcoholismo. Ahora bien, esto me parece válido única y exclusivamente para cuando se está ‘en activo’. Digamos que cuando uno se halla dependiente del alcohol en sus fases más ‘dramáticas’ o agudas, se está enfermo, pero enfermo literalmente y literalmente a morir, y con unas manifestaciones que pueden hacer de esa enfermedad algo verdaderamente atroz. Pero no cuando uno no se halla dependiendo de ella.
De ninguna forma puedo decir que un alcohólico es un enfermo durante toda su vida. Esto me parece un solemne disparate. Pues, cuando uno se sacude esa dependencia y neutraliza también las consecuencias que ésta haya tenido sobre su vida, puede ser comparable (salvo casos extremos de discapacidad física o mental), a cuando se cura uno de un cáncer o una gripe. Que puede uno pasar a estar igual de preparado para la vida general que antes de haber pasado por esa experiencia o serie de experiencias o incluso que cualquier otra persona que no haya pasado por ella. A veces hasta mejorado. Suele tenerse la percepción de que la enfermedad del alcoholismo consiste en el hecho de no poder beber alcohol o de no tolerarlo por la razón que sea, lo cual es sencillamente un disparate. Sería una enfermedad con todas las de la ley el no poder tolerar el agua o cualquier otra sustancia necesaria para el organismo, como de hecho reciben el nombre de ‘celíacos’ en el caso de quienes no toleran el gluten, por ejemplo. Pero... ¿no poder tolerar una droga? No poder tolerar una droga será una bendición, o así al menos lo vivo yo, porque repito que sigo hablado de mi propia experiencia. A nadie se le ocurre pensar que alguien es un enfermo por el hecho de no poder fumar porque el tabaco (otra droga durísima) le sienta como un tiro. Podrá pensarse que ese alguien se pone malo cuando fuma, pero habremos de convenir en que se pone bueno cuando se sacude el mono de la nicotina y deja de fumar, y naturalmente estoy hablando de aquellos casos en que no han quedado secuelas físicas, psíquicas, sociales o familiares, que desde luego los hay.
Distinto es el caso de la tendencia a la adicción general, que no es mi caso, y que decididamente tiene otro tratamiento. Quiero dejar claro tantas veces como haga falta que sólo me estoy refiriendo al alcoholismo.
De modo que fuera complejos, sólo existentes en base a que estamos hablando de una sustancia sacralizada de antiguo en muchas culturas y sociedades por razones que tendrían que ver con lo económico y hasta con lo puramente antropológico. Como digo, nos han ‘vendido’ el alcohol como si nada por el simple hecho de haber estado ahí siempre, desde Noé, en nuestra cultura, que se sepa. ¿Hemos pensado en la cantidad de gente que no bebe alcohol sencillamente porque no le da la gana y se lo pasan bomba? Subámonos a ese carro.
Tan incrustado está el alcohol en muchas ‘civilizaciones’, que valga como ejemplo la anécdota acerca de lo que me ocurrió recientemente en cierta institución ‘del ramo’ (de la droga), de las muchas que he visitado, en una gran ciudad española mientras esperaba que me recibiese su director, a quien yo sólo conocía de conversaciones telefónicas acerca de mi libro Vino Torcido. Serían las doce de la mañana, me encontraba de pie en el recibidor de dicha oficina, habiendo a mi alrededor dos secretarias en sus correspondientes mesas y un chico de compañía de reparto (a la espera de que le firmasen un papel para marcharse), vestido ‘de paisano’, sin afeitar, y con aspecto de estar hecho polvo desde que a las siete de la mañana empezara su trabajo. Se abre una puerta al fondo de un pasillo y sale el director, con la mano extendida al frente para chocarla en posición de saludo, y ante mi asombro (que de inmediato torné en comprensión, pues de inmediato me hice cargo de la tesitura), pasó a mi lado sin mirarme después de haberme visto en pie durante largos segundos, pasó de largo, y, a la voz de ‘perdona, Joaquín, que te haya hecho esperar’, fue derecho a saludar al chico del reparto, más asombrado todavía, quien, para colmo, se encontraba prácticamente agazapado detrás de una de las mesas de trabajo. Como digo, el cuestión de segundos reaccioné e interpuse la mía (mi mano) como echando tierra sobre el fuego cuanto antes para que el asunto quedase en el olvido, pero ahí quedó la confusión: de alguna forma, el subconsciente del directivo dio por hecho que la persona alcohólica que le visitaba para hablar de su proyecto de difusión del libro debería ser quien aparentaba estar derrotado y sin dormir y no quien aparecía en primer plano y con saludable aspecto.
Comprendo muy bien el punto de vista médico y su intención de llamar enfermedad al alcoholismo aunque este no esté activamente presente. Pero yo no tengo tan clara la conveniencia de aplicar al ámbito de la realidad un punto de vista tan completamente técnico. En otras palabras, me resisto a llamar enfermedad a aquella circunstancia que precisamente me permite a salud en todo su esplendor. Muchos especialistas llaman enfermedad al alcoholismo aun sin haber estado presente la bebida en años, es decir para siempre, por el hecho completamente cierto de que nos ‘descacharra’ un ‘aparatito’ con el que nacemos, denominado Sistema de Recompensa Cerebral (SRC). Sin embargo, también nacemos con pelo y dientes y no hay por qué llamar enfermos a los calvos o los desdentados. Disculpen esta aparente frivolidad, pero no tengo otro modo de explicar lo que pienso. ¿De modo que soy un enfermo porque, en verdad, no puedo consumir una droga? Como se suele decir, que venga Dios y lo vea si ahora mismo soy un enfermo de algo. Volvemos a lo de antes: se está enfermo a morir cuando se está en las garras del alcohol; pero no, sino todo lo contrario, cuando uno se sacude esa enfermedad. Con frecuencia se compara al alcoholismo con la diabetes, lo cual me parece un despropósito. Menuda putada la diabetes, de cuándo se la puede comparar con el hecho de no tolerar una droga por muy beneficiosa que ésta (como otras muchas que incluso se venden en esas droguerías llamadas farmacias) resulte en pequeñas dosis.
De acuerdo en que se trata de una discusión de términos, pero ocurre que tiene su importancia la forma de llamarlo. Así como comprendo que en determinados ámbitos, o mejor dicho determinadas personas, van a reaccionar mejor para curarse, en el sentido de dejar de beber, si se asustan con el hecho de ser titulares de una ‘enfermedad’, también estoy harto de comprobar que hay mucha gente que se resiste a admitir su alcoholismo por la sencilla y única razón de que se resisten a ser considerados enfermos, y no les falta razón.
Insisto en que si fuese yo un médico, podría hablar de generalidades y estadísticas. Al no ser así, temo decepcionarles si les digo que ni por un segundo pretendo debatir nada, ya que sólo puedo referirme a mi caso personal y todo lo más al de unas cuantas personas cuyo número por fuerza ha de resultar insuficiente para una generalización.
Y siguiendo con mi caso personal, digo que mi acceso al alcohol ha sido por puros malos hábitos, de lo mucho que me han gustado la juerga, la evasión, la marcha y los excesos, y una vez en esa senda se produjo un enganche que me hacía seguir bebiendo hasta que se hacía necesaria la ayuda en forma de médicos, internamientos, etc. Digamos que por beber alcohol he estado enfermo, pero enfermo a morir; como nunca lo he estado bajo ninguna otra circunstancia, pero jamás he podido decir que mi acceso inicial al alcoholismo se produjo por estar enfermo (en sentido clínico) de nada.
Puedo decir sin pudor que claramente me hice alcohólico por puro vicio, por puro exceso, por pasarme de ‘la raya’, por no tener problemas en la vida y tener que buscármelos. Interesa resaltar esto como otra de las vías de acceso al alcoholismo (tan relacionada con el desastre de los famosos botellones). Por malos hábitos y no por enfermedad psíquica ni física alguna, y, una vez alcohólico, ya fui enfermo mientras estaba en activo, con la intuición de que de alguna manera me estaba buscando esa situación, que yo desconocía, de tener verdaderos problemas en la vida.
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Octubre 09:
Llegó el otoño y, con él, el nuevo curso, y al parecer la cosa sigue despertando interés:
Especial hincapié hice en lo harto que estoy harto de algo. Harto estoy de ver dolor, y no sólo por esas consecuencias de estar ‘en activo’. Sino también por el absurdo de pasarlo mal cuando no se está bebiendo; el absurdo que supone arrastrar una vida deprimida y pesarosa sólo por el hecho de no poder beber alcohol. ¡Menudo disparate! Y ¿por qué? ¿Simplemente porque el sistema, a través de su arma más potente llamada publicidad, nos ha metido en la cabeza esa sustancia sin la cual uno no se hace hombre ni se hace nada? ¿Dónde quedan, entonces, nuestras capacidades de desarrollo humano, nuestra inventiva para aprovechar el tiempo? De modo que, como digo, ni fundamentalismos, ni complejos. Tampoco debo tomar heroína y no pasa nada.
Mayo 2010:
Bailén (Jaén): XII Jornadas prevención alcoholismo Asociación Bailenense de Alcohólicos Rehabilitados.
Entrañable fue la acogida, como entrañable fue el desarrollo de la charla y su coloquio. Al principio, terminada la charla que les solté, que no es otra cosa que un resumen con las ideas del presente blog, me costó un poco que se soltaran a preguntar intervenir de alguna forma, con objeto de hacer del asunto algo vivo. Pero, pasados unos minutos, durante los cuales la gente como que miraba para atrás por ver quién habría de romper ese hielo, la cosa se animó cuando empecé, a boleo, a preguntar a los asistentes por su opinión sobre lo que acababan de oír.
Las jornadas fueron rematadas por una cena en el hotel Zodiaco con todos los miembros de la mencionada Asociación, durante la que se repartieron estatuillas y diplomas que reconocían incluso labores personales de recuperación de la droga que nos ocupa.
Como digo, todos fueron de lo más amable, pero quiero destacar dos figuras como especialmente relevantes, no sólo por su posición en el tinglado de dicha asociación y lo mucho que hacen para los poquísimos recursos con que cuentan. También lo digo por la huella imborrable de dulzura que dejaron en mi corazón. Me refiero a Rosa Merino, psicóloga, y al ‘padre’ Benito, como cariñosamente llaman a su presidente.